Releo Gramática de la fantasía de Gianni Rodari. Elijo una edición de bolsillo, pues sé que empezaré a subrayar en la primera línea: Confío que este librito sea útil para quien cree en la necesidad de que la imaginación tenga su puesto en la enseñanza; para quien tiene fe en la creatividad infantil; para quien sabe qué virtud liberadora puede tener la palabra… No para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo.

Me coloco las botas de mil leguas dispuesta a dar brincos en cada capítulo al reconocer los puentes que me tiende el autor para practicar un ejercicio formalmente sencillo: observar la realidad desde, para, con otra perspectiva. Acepto gustosa la invitación al juego; el seis de corazones me susurra al oído que empiece por tomarme la molestia de ponerme de cuclillas o tumbarme en el suelo e hincar los codos sobre la hierba para recuperar la estatura. De repente, el tallo de un helecho me saluda al pasar. Estás en casa. Sin importarme el tamaño de la puerta que se oculta en el verde, entro de perfil y sin llamar en un reino en que la tierra los lunes huele y los domingos duele o quizás suele, donde las distancias se miden en lenguas que son enormes y lo suyo es hablar de tú a todo tipo de seres variopintos y no siempre ciertos que habitan desde antiguo esa franja del paisaje.

Dejo el libro sobre la mesa sin poder contener la alegría. El mundo mágico sigue ahí, se sentó a esperar hace años un poco más abajo por si un día tropezamos y nos da por mirar las cosas desde otro ángulo. ¡Fantástica cuestión de geometría!

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